domingo
Soledad
¿Nunca has pensado cómo sería la soledad eterna?
Abandonas tu hogar, te vas lejos, no hay gente. No compartes con nadie tus emociones, tus sentimientos, tus gustos, tu vida… Vives aislado, en tu pequeña cabeza, imaginando situaciones, armando recuerdos. En cada oportunidad, cierras tus ojos y luego piensas en las personas, en los lugares, en todo lo que tenías y que ahora te estás perdiendo, y ves la palma de tu mano vacía, que refuerza aún más tu nostalgia. Pero decidiste estar solo en este mundo, en el inaguantable mundo. Su insufrible rutina de dolencias te desalmaba lo suficiente como para irte para siempre. Descubres que a nadie le importas, aunque los hayas abandonado. Te enojas con todos ellos, porque a nadie le preocupas. Te enfadas con el mundo entero, no quieres saber nada de lo que pasa, mucho menos que antes. Entonces notas que hiciste lo correcto, ¿No es así?
El destino que armaste para ti mismo es estar enjaulado mentalmente y abandonar toda dañina noticia de la realidad exterior. Pero no importa, porque a lo mejor así puedes ser feliz. ¿Quién dice que se necesita todo eso, eh? Crees tener la fortaleza suficiente para poder afrontar tu vida tú solo, sin ayudas, amistades, amores, ni siquiera odios. Pasan los días y estás cada vez más seguro de ti mismo, seguro de que marchas en los caminos correctos. Seguro de que no vale la pena sufrir por la vida que alguna vez quiso estar a tu lado para que sean como hermanos, amigos casi siempre, peleando a veces, sufriendo o festejando.
Pero comienzas a extrañar. Sí, es inevitable. Tu mente se inunda de pantallazos de otros tiempos, de momentos inolvidables, de esas pocas buenas sensaciones, que alguna vez te hicieron feliz. Sabes que no puedes traicionarte a ti mismo, has elegido cambiar el rumbo de tu vida para salir de esa cárcel de castigos y complicaciones. La vida allá afuera no tiene sentido, por eso estás aquí ahora. Pero dudas mucho, como un ciervo a tomar agua de un lago con cocodrilos. Incluso llegas al punto de reprocharte a ti mismo, ya que no tienes a nadie ahora alrededor a quien reprochar. “¿Por qué he abandonado mi vida? ¿Por qué no le di otra oportunidad al mundo, a sus problemas y a sus sufrimientos? ¿Que acaso fui tan débil?” Las preguntas retumban en tu cabeza.
Llegas al punto de darte cuenta que te equivocaste, que tu decisión fue muy apresurada. Pero ya es muy tarde. Estás muy lejos y ya nadie está interesado en ti. Te estás por desesperar. Quieres traicionar a tu mente, hacerle pensar que está todo bien y que puedes seguir así tu vida hasta el último de tus días. Sabes perfectamente que no es así. En los próximos días comienzas a perder el sueño. Tu salud mental jamás estuvo tan pobre. Quieres gritar por auxilio, pero ya nadie va a ayudarte en la situación en que tú te metiste. El remordimiento te retuerce, te quema, te lastima por dentro. Te pegas, te haces daño, pero un pedacito de cordura que aun te queda te obliga a no hacerlo más. Los días se vuelven lentos y duros. Empiezas a pensar que aun no saliste del mundo; sus problemas persisten. Te das cuenta que nunca podrás salir de él, una vez que lo descubres. Entonces tu intento fue en vano, y encima estás peor que antes. Te sientes una hormiga, un insignificante punto entre millones. La locura empieza a dominarte. Con ella se nutren la furia y la angustia. Es incontrolable.
Frustrado como jamás lo esperaste, sólo te queda Dios para pedir ayuda. Pero nadie va a ayudarte. Si la Muerte te ofreciera ayuda y consuelo, la aceptarías. Ahí tu mente hace un clic. La Muerte. Morir. ¿Sería la verdadera solución para salir del conflictivo mundo?
Terminar con tu vida sería, a esta altura, un trueque más que favorable para ti; tu alma a cambio de la ansiada y pura soledad. O al menos es lo que esperas. ¿Quién sabe si a lo mejor la crueldad de la vida no está también después de ella? Sólo había una forma de descubrirlo. Sólo había una forma de llegar a tu propio paraíso, o al mismísimo infierno. Todo se hacía de la misma forma. Rezas a Dios, que para ti es lo único que estuvo contigo toda tu vida. Le imploras la soledad por la que peleaste, por la que sacrificaste familia y amistades. No te queda otro remedio. Tomas el revólver. Dudas un momento, titubeas y tiemblas, pero te afirmas en el siguiente segundo. Ya está, ya no hay nada que recordar ahora. Tienes el gatillo en tu dedo índice. Disparas…
Desafortunadamente, no consigues lo que esperabas…
Recuerda que si quieres mandarme una historia de terror para que yo la publique aquí me la puedes mandar a este correo tushistoriasdeterror@hotmail.com, recuerda poner a nombre de quien quieres que la publique, y si es posible con una imagen respecto a tal historia.
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