Una historia mas brindada por el sitio http://plumasyespadas.com/
Autor: Federico Cosimo
Esto les sucedió a unos amigos de un gran amigo en el verano del 2009.
Resulta que cinco personas, tres varones y dos chicas, deciden ir al sur del país como mochileros. La idea era hacer base en Bariloche por unos días y desde ahí recorrer San Martín de los Andes, Villala Angostura, El Bolsón, entre otros. Como fueron en enero, no les preocupó demasiado el tema del frío; al contrario, hacía casi tanto calor como en Buenos Aires, excepto durante la noche que siempre refresca un poco. Por eso, decidieron llevar poca ropa de abrigo (tan solo dos frazadas para los cinco) y una sola carpa para todos. La idea era acampar, si se podía, en los
diferentes lugares que irían a visitar. Entonces, en una de las mochilas de las chicas, la de Carla, llevaban únicamente todo lo relacionado con lo comestible: platos, ollas, cubiertos, latas de conserva, repasadores, etc. Asimismo, uno de los chicos, Santi, llevaba paquetes yerba, cartones de tomate, azúcar, fideos, arroz y demás. La ropa de todos se la dividieron entre los otros tres: Mati, Enzo y Julieta.
Los primeros días en Bariloche la pasaron bomba, subieron a los cerros, pasearon por el centro, se metieron al lago Nahuel Huapi que tenía orilla en el camping donde paraban y hasta hicieron fogones durante la noche a pesar de que está prohibido y penado prender fuego. Tenían la costumbre de emborracharse (habían llevado bastante alcohol) y, llegada la noche, encender las ramas y contarse las típicas historias de terror que a todos nos atraen. Los más asustadizos con esos temas eran Mati y Julieta. Carla y Santi eran los más dados para ese tipo de relatos y Enzo, directamente, permanecía en la suya y no prestaba demasiada atención.
Después de pasar tres días en Bariloche, decidieron mudarse con los bártulos al Bolsón. Como pretendían subir el cerro y un día no les alcanzaba, hablaron con el dueño de un comercio donde pasaron a comprar facturas para ver si en la mitad de la montaña se podía acampar y pasar la noche para continuar subiendo a la mañana siguiente. Este buen hombre, el panadero, les dijo que sí, que no había problema, que la mayoría de los mochileros lo hacían pero les dio algunas indicaciones: en primer lugar les recordó que está prohibido encender fuego, después les indicó que no se puede dejar o arrojar basura, y por último les dijo que en la zona habitan duendes y que es muy importante que, durante la noche, no dejaran objetos de metal a la vista, ya que eso los atrae. Los chicos, de primer momento, escucharon atentamente todas las indicaciones del hombre pero cuando oyeron la parte de los duendes, Carta y Santi se miraron y se sonrieron entre sí. No así los otros tres que, si bien dudaban de la veracidad de la existencia de duendes, tampoco se lo tomaron como algo pasajero.
Cuestión que esa misma mañana, rato más tarde, empezaron a subir el cerro. El día estaba bastante nublado pero, según el pronóstico, no llovería. En el camino, mientras subían, no se cruzaron con ningún otro mochilero. En un determinado momento, el tema de los duendes, que había quedado mal que mal flotando en la cabeza de los cinco, salió de la boca de Mati, que se lo notaba bastante preocupado. Una vez más, Carla se rió (ahora en su propia cara), lo trató de cobarde y le dijo que no ande creyendo todas las pavadas que decía la gente del lugar porque, sin dudas, era para asustarlos y, al mismo tiempo, mantener el mito que atrae a los turistas. El resto siguió caminando sin decir nada. Mati se calló, le devolvió la sonrisa dándole a entender que tenía razón y todo continuó su rumbo. Pero la realidad era que seguía alarmado por el tema.
Cuando empezó a oscurecer, Santi y Julieta se adelantaron, prendieron las linternas y al poco rato optaron parar y armar la carpa antes de que se les viniera la noche plena. Entre que Carla con Mati se entretuvieron con eso, Santi, Julieta y Enzo decidieron ponerse a cocinar arroz. Entre una cosa y la otra, se hicieron casi las diez. Cenaron, prendieron fuego y, como todas las noches, se pusieron a contar las historias. A diferencia de Bariloche que estaban en un camping compartiendo el espacio con otros mochileros, ahora estaban tan solo ellos cinco en mitad de la montaña, cosa que les produjo cierta sensación de temor. Tanto fue así que, en un determinado instante, Enzo la frenó a Carla y le dijo que terminara rápido la historia para irse a dormir lo más pronto posible. Se basó en que estaban cansados y pendientes de que, a la mañana siguiente, les esperaba un día igual de agotador. Carla le hizo caso y decidieron apagar el fuego y entrar a la carpa. Santi y Julieta ya se habían metido hacía un rato porque tuvieron sueño. Como los que habían cocinado fueron Enzo, Julieta y Santi, Carla y Mati debieron limpiar y guardar las cosas que habían usado. Pero Mati ya estaba en la carpa y Carla no le dio demasiada importancia. Antes de entrar, Enzo se lo recordó, indirectamente insinuando lo de las ollas de metal afuera y lo de los duendes, pero ella lo ignoró por completo.
A mitad de la noche, un ruido en el pasto los sorprendió a todos. Fue algo así como si algún animal se les hubiera arrimado. Se despertaron los cinco asustados. Carla, que había sido la última en entrar tenía cerca la linterna; la prendió, se la pasó a Mati que parecía el más valiente y, junto con Enzo, decidieron asomarse a ver qué era aquel ruido raro. Cuando enfocaron no vieron nada, en absoluto. Todo parecía estar en su lugar. Las ollas seguían sucias a un costado de la carpa junto con los platos y los cubiertos y, al parecer, no había animales sueltos de por medio que hubieran venido a garronear algún resto de comida como habían pensado.
Se acostaron de nuevo y a los diez minutos volvieron a escuchar los ruidos en el pasto, esta vez más fuertes. El sonido de pasos venía hacia ellos. Ahora se aterraron. Carla quiso prender la linterna pero un viento fuerte les sacudió la carpa y se la hizo caer de las manos. El ruido seguía bastante cerca de ellos, diría alrededor de la carpa. Ninguno de los cinco se animó a salir, ni siquiera a abrir y fijarse qué o quién sería. Julieta se puso gritar qué era lo que quería y por qué los estaba asustando de esa manera. Pero nada, no había respuesta y los sacudones no paraban. Ya sabían que no era el viento, era otra cosa. De repente, escucharon ruidos de metal, como si alguien estuviera agarrando las ollas sucias que habían quedado en el pasto. Santi manoteó, encontró la linterna y la encendió. Enfocó desde adentro hacia fuera de la carpa. Vieron sombras que se atravesaban, que iban y venían, como ráfagas alrededor de la carpa y cerca de las ollas. Julieta ya estaba llorando del miedo. Mati se había puesto a rezar en voz alta y el resto permaneció mudo. Ninguno de los cinco podía creer que, esas pavadas que solo pasan en las películas de terror, ahora les estaban sucediendo a ellos y en la vida real. Súbitamente, algo comenzó a querer abrir la carpa desde afuera. Santi entró en pánico y soltó la linterna del susto. Escucharon el ruido del cierre tan cerca que, por reflejo, se abrazaron los cinco y se tiraron hacia atrás. Mati, que había dejado de orar, cobró valentía y en la penumbra agarró la linterna que había quedado prendida en el piso de la carpa y apuntó al cierre. Todos lo vieron con gran claridad: la sombra de una pequeña mano intentaba abrirlo, más por suerte no pudo. Sin embargo, ellos permanecieron durante toda la noche aterrorizados y sin poder despegar la mirada de la entrada. Los ruidos y las sombras continuaron durante casi tres horas de reloj. En un determinado momento, empezó a hacerse de día y las cosas volvieron a su cauce normal. Dejaron pasar dos horas más hasta animarse a salir. El primero que se asomó fue Mati, que ahora era el más valiente de los cinco; después salió el resto. Todo parecía estar en su lugar salvo por una excepción: las ollas no permanecían en el mismo lugar donde las habían dejado.
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