Eran días soleados en la calle Burth, al norte de Haiven. Rayos de sol estrepitosos recorrían las inocentes caras de los niños que galopaban por el verde pasto semi-quemado, luego de una tortuosa temporada de verano. Varios padres sentados en los asientos de la plaza aguardaban que se empiece a poner el sol para iniciar el regreso a casa. Risas y llantos, gritos y lamentos, solo adelantos de lo que vendría.
Del otro lado del parque, un joven muchacho caminaba nervioso, a paso lento y dubitativo. Tenía un bolso grande colgando de su flacucha y fea espalda, vaya a saber uno su contenido. Su traje blanco y negro y la pintura que tapaba muchos de sus rasgos faciales eran la máscara perfecta para poder
llevar adelante su cruel y siniestro plan. “Hoy es el día”, -murmuró entre dientes-, mientras ensayaba una despiadada mueca.
Eran cerca de las 4 de la tarde cuando una silueta misteriosa se acercó como una brisa a una de las madres que observaban a sus chicos. La sombra se hizo notar recién cuando tapó la vista de la mujer, que se dio vuelta un tanto asustada, ante el silencio de su probable interlocutor. Al darse vuelta se encontró con un inofensivo mimo, uno de los personajes mas simpáticos y amables de la cultura artística urbana. El joven le regaló una flor espléndidamente hermosa y rosagante, mientras realizaba unas alegres piruetas, lo que provocó la risa de las demás madres presentes en el lugar. La cara de la joven mujer tomó un tinte rojo sangre.
Al finalizar la jornada, el mimo había acaparado la atención de todos los infantes y adultos de la plaza, y había recolectado una módica suma que le permitiría comer algo decente y beber un poco de alcohol barato, tal vez whisky de 7 dólares la petaca. Mientras se desalojaba la zona, algunos escépticos vieron una fugaz figura moviéndose rápidamente hacia el espacio vacío, pero pensaron que se trataba de un animal suelto o algún efecto engañoso del sol marchándose. Pero todo se puso tenso cuando un horrendo grito de mujer empezó a rondar por la plaza, tranquila hasta ese entonces. Era una madre que no encontraba a su hijita de 8 años. “Layda, Layda, ¡¿dónde estás?!” , era la nota de moda durante esos minutos.
Por la noche, el joven mimo se disponía a entrar a su asquerosa morada luego de traspasar un pasaje sucio y sin luz, luego de robarle unas monedas a un vago que había tomado una siesta. Posteriormente (despreciable por donde se lo mire) empujó a un ciego y le robó todo menos las medias. Ahora sí, estaba dispuesto a entrar a su choza. Estaba maltrecha y hedionda, pero a él no parecía importarle en absoluto. Es más, parecía gustarle regodearse en su asquerosidad. Tiró su bolso y se sacó los resabios de pintura que le habían quedado. Un fino grito se escuchaba saliendo de su bolso.
Una semana después , centenares de carteles y múltiples móviles policiales formaban parte del paisaje del ameno y tranquilo vecindario de Haiven. La gente tenía tema de conversación en la esquina y el almacén, y todos estaban sensibles por lo ocurrido, o por lo que podía ocurrir, ya que todavía la pequeña Layda no había aparecido. El horrible mimo caminaba por la plaza como si nada hubiera pasado, pero esta vez traía dos bolsos, el segundo todavía más grande que el otro.
El ánimo no estaba para shows, pero aun así algunos se interesaron y se prestaron a reírse unos momentos para olvidar este mal trago que tenía en velo a la ciudad. El mimo saludó y dio paso a su rutina. Comenzó haciendo el típico acto de escalar la cuerda, seguido de la entrega de la flor a todas las presentes, y fui allí cuando se dirigió a su segundo bolso, de donde extrajo un nuevo amigo: un muñeco de un pequeño mimo que lo ayudaría en su acto. Realizo piruetas con él hasta que llegó al acto final: una especie de acto de ventrilocuismo mudo, guiado por señas y movimientos burlescos. La gente estallaba de risa y el acto fue un gran éxito, a tal punto que la boina del mimo rebalsó de billetes verdes.
Al alejarse todos, el mimo se dispuso a guardar su material, y sin quererlo cruzó sus ojos con los del muñeco, que lo miraba fríamente con lágrimas rojas en los ojos…
Es el día de hoy, treinta años después, que un mimo avejentado y turbio da un show en la plaza de la ciudad. La gente habla maravillas sobre él: que tiene una maravillosa rutina, que se mueve con sorprendente gracia, que es el más amable de los artistas callejeros. Sin embargo, lo que más le llama la atención a la gente es la gran cantidad de muñecos que usa para sus rutinas. Muñecos que lloran…
Autor: Fabio Pássaro
Fuente: http://plumasyespadas.com/los-munecos-tambien-lloran/
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